En los últimos meses estamos asistiendo a un incesante goteo de noticias en los medios donde grupos de chicos menores, de entre 16 y 14 años e incluso de menos edad, están siendo protagonistas de actos delictivos de inusitada violencia. No estamos acostumbrados a semejante precocidad en hechos tan graves.
En el caso de los menores de 14 años, la justicia los declara como in-imputables y por tanto no puede intervenir, salvo para derivar los casos a los servicios sociales.
Se está generando una sensación de alarma social que los medios de comunicación se encargan de alimentar. Parece que asistimos a una inédita “ola de violencia infantil”. Nuestros niños están aprendiendo a robar con extrema violencia a violar o incluso a asesinar a personas indefensas, ¿Qué será lo siguiente? ¡Esto es el acabose! ¡Hay que hacer algo!
La población exige medidas de protección más contundentes contra estos menores delincuentes. Es comprensible. Las medidas reclamadas van dirigidas hacia un mayor control policial y hacia un endurecimiento de las medidas disciplinarias en los centros de acogida de menores en riesgo. Sin embargo, ¿son éstas las únicas medidas que se deben tomar para frenar esta supuesta “ola de violencia infantil”? ¿Son eficaces a la hora de evitar que se produzcan nuevos episodios violentos? Estamos ante un problema grave y complejo que no podremos solucionar si no tomamos distancia de posiciones apocalípticas y hacemos una rigurosa reflexión sobre las múltiples causas que generan estas conductas.
Es imprescindible que nos ocupemos de las víctimas y les demos todo el apoyo psicológico que necesiten, pero ¿quién se ocupa de los menores agresores? ¿Son responsables de sus actos? ¿Han de pagar por lo que han hecho? ¿Cómo? ¿Con qué tipo de medidas? ¿Son casos perdidos o tienen arreglo? Son preguntas que no tienen una respuesta sencilla.
Lo primero es revisar el enfoque, reflexionar sobre la lectura que estamos haciendo del problema. Satanizando a los menores delincuentes, aumentando su estigma social, hablando de “violencia gratuita” no vamos a conseguir evitar que se repitan estos hechos. Ninguna violencia es gratuita, mucho menos cuando procede de una persona menor en situación de riesgo social. Tal como nos recuerda F. Doltó: un menor agresivo es ante todo un menor agredido. La autora nos propone un cambio radical de la forma en que miramos a los menores agresores.
No olvidemos que estamos hablando de personas menores que viven en situación de exclusión social, esto es, menores desprotegidos. Personas en desarrollo, no terminadas, con importantes necesidades afectivas que no están siendo atendidas debidamente. Cuando un menor agrede con semejante nivel de violencia, alguna persona adulta responsable de su cuidado no está cumpliendo bien sus funciones.
Los menores no hacen lo que los adultos les dicen que tienen que hacer, hacen lo que ven hacer a los adultos. Necesitan, buscan y reclaman a las personas adultas de su entorno referencias, modelos válidos, figuras de autoridad en quien poder mirarse. Para muchos menores en riesgo social la familia y la escuela ya no son lugares válidos donde buscar esas referencias. Dentro de lo que llamamos su entorno inmediato hoy está Internet y las redes sociales en un lugar preferente con gran capacidad de influir en ellas y ellos.
Los menores hablan con su conducta, pero si nadie les responde gritan enfadados a través de sus actos violentos. A los adultos nos corresponde escuchar e interpretar lo que dicen. Utilizan el lenguaje de los actos y es a los adultos a los que nos corresponde poner palabra a esos actos. Piden lo que necesitan pero si no reciben una respuesta eficaz tienen que aumentar la intensidad de sus demandas. Cuando necesitan límites y reclaman figuras de autoridad efectivas realizan pequeñas transgresiones que suelen ser muy evidentes. Si no hay una respuesta que sepa entender lo que pide, comprensiva pero firme al mismo tiempo, tendrán que aumentar la intensidad de su demanda. Esto explica por qué algunos menores tienen largos expedientes delictivos. Tienen abultados curriculos de “hazañas” cada vez más notorias, cada vez más espectaculares hasta que llegan a ser irreparables. Es entonces cuando nos hacemos la pregunta ¿por qué alguien no hizo algo antes? Y en el caso de que se tomaran algunas medidas ¿por qué no funcionaron?
Primero la familia entró en crisis, perdió gran parte de su capacidad de contención del “menor conflictivo” y delegó en la escuela. Después la escuela también ha entrado en crisis, también esta fracasando en su función educativa (especialmente con el colectivo de púberes y adolescentes varones en riesgo social) y está delegando en los servicios sociales que se dedican a la protección de menores. Cuando estos recursos de protección de menores también fracasan ¿en quién delegan? Mientras los múltiples agentes educadores nos justificamos, peloteamos responsabilidades y casos difíciles, los menores en cuestión se sienten abandonados por los adultos, se enfadan y buscan sus recursos. Siempre les quedará su grupo de pares, las redes sociales e Internet o los video-juegos. Es allí donde encuentran las referencias que nadie más es capaz de darles.
Las personas que tienen una personalidad más fuerte, que tienen mayor nivel de impulsividad son también las que tienen más iniciativa, tienen más capacidad de liderazgo, son más inconformistas y críticas, quieren decidir por sí mismas y construir su propio camino. Este tipo de personas menores son las que más necesitan que los adultos les proporcionen cauces para poner en juego esa rebeldía de forma constructiva. Si no somos capaces de ofrecerles oportunidades de desarrollo ellos se las buscan con las herramientas que tienen a su alcance.
El mensaje que reciben estos menores con más frecuencia, procedente de todos estos agentes educadores es: ¡Compórtate! ¡Aprende a controlarte! ¡Por qué lo has hecho! ¡No te entiendo! ¿Qué voy a hacer contigo? ¿No ves lo que nos haces pasar? ¡No puedo más! Este mensaje tiene efectos devastadores sobre su desarrollo emocional. Cuando decimos: “no quiero que me des más problemas”, ellos lo perciben como: “me importa cómo te comportas pero no me importa cómo te sientes”. Piensan: mis referentes no me entienden, se desmoronan, tiran la toalla, no pueden conmigo, por lo tanto estoy solo y mis problemas no tienen solución. Les estamos abandonando a su suerte, ya que les estamos exigiendo que se eduquen solos.
Las personas menores en desarrollo son constructoras de futuro, soñadoras, idealistas por definición, con intensos deseos de mejora, pero…
- Si los adultos acallamos sus demandas de atención comprándoles todo lo que piden, les matamos el deseo, generando vacío y soledad.
- Si les ofrecemos un mundo ya terminado donde está todo hecho, acabado, sólo les queda destruir o romper.
- Si les ofrecemos un solo camino, ya marcado de antemano como único válido, les generamos rebeldía y aumentamos sus ganas de transgredir.
- Si les exigimos que cambien, que dejen de ser machistas mientras los medios les siguen ofreciendo los mismos modelos patriarcales y no les enseñamos a construir las alternativas les estamos generando una identidad masculina y femenina confusa y frágil que necesita refugio en los viejos estereotipos y reafirmarse con violencia en ellos o sumisión en ellas.
- Si permitimos que un menor tenga acceso a la pornografía a través de su móvil en el instante que lo desee, su deseo queda secuestrado, atado a esos estímulos que deben ser cada vez más intensos para obtener la misma satisfacción.
- Si les cerramos el futuro, arrebatándoles las oportunidades de emancipación arruinamos su motivación y su capacidad de esfuerzo.
- Si les trasmitimos el mensaje de que ya no tienen arreglo, que ya no esperamos nada de ellos y que no sabemos qué hacer con ellos se sienten abandonados, se sienten sentenciados, condenados.
Cuando concurren todas estas cosas los menores llegan a una peligrosa conclusión: “no hay futuro”, “ya no tengo nada que perder”. Es entonces cuando entran en una espiral de autodestrucción que se lleva todo por delante. Mueren matando.
Somos las personas adultas las que tomamos las decisiones, las que estamos construyendo esta sociedad que genera este tipo de menores desbocados y extraviados. Alguna responsabilidad tenemos. No podemos esperar que nuestros menores se eduquen solos. Cada sociedad tiene los adolescentes que se merece en función del ejemplo que dan sus líderes, de las oportunidades que ofrece a los jóvenes para tener una vida propia, de las esperanzas que es capaz de generar en ellas y ellos de un futuro mejor y de los esfuerzos que dedica a su educación y a su integración social. Los menores en riesgo devuelven a la sociedad lo que reciben de ella. Si reciben violencia simbólica en forma de abandono, discriminación social y estigmatización lo que van a devolver es violencia real, actuada. Si reciben escucha, atención, límites y confianza lo que van a dar es crecimiento, creatividad y transformación social. En Ediren comprobamos esto cada día y seguimos aprendiendo de ellas y ellos.
Enrique Saracho, psiquiatra, psicodramatista, director técnico de Ediren
Maria dice
Muy ilustrativo.
ediren dice
Muchas gracias por tu comentario, María. Desde Ediren procuramos aportar ideas a temas como éste desde puntos de vista diferentes a los habituales, y que inviten a la reflexión.
PatrickHip dice
Ola, quería saber o seu prezo.
ediren dice
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RobertHip dice
Hola, quería saber tu precio..
ediren dice
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RobertHip dice
Kaixo, zure prezioa jakin nahi nuen.
ediren dice
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