Con la llegada del confinamiento vivimos meses de encierro en casa, de aislamiento forzado por el bien común que sin duda nos pasó factura. Esta dura situación colectiva parecía haber despertado, de algún modo, un sentimiento de unión en la sociedad que se materializó en acciones y gestos de solidaridad entre la población y bajo el lema de “remar todas a una” parecía que el apoyo mutuo había tomado protagonismo.
Sin embargo, parece haber sido un espejismo que ha durado poco en la gran mayoría, y pronto aparecieron los policías de balcón y las acusaciones entre vecinas y vecinos.
¿Qué ha pasado para pasar de un extremo al otro en tan solo unos meses?
Del miedo a la rabia
Al principio nos encontrábamos en una situación nueva y no conocíamos cómo funcionaba el virus, ni que hacer para frenarlo, sentíamos miedo. Ahora, después de casi un año, ya conocemos como se comporta el virus, conocemos las precauciones que podemos tomar e incluso tenemos vacunas para protegernos, y sin embargo, estamos peor que al principio, ahora lo que sentimos es rabia.
Parece que el virus ha aprendido pero la población no tanto. Es una respuesta lógica y normal sentir frustración, enfado y rabia ante una situación de incertidumbre y vulnerabilidad que se prolonga tanto en el tiempo. La población se ve privada de libertad, haciendo grandes esfuerzos para adaptarse a constantes cambios en el día a día, modificando su rutina en función de las restricciones semanales, y no ver mejoría genera una impotencia difícil de gestionar.
Los más vulnerables como «chivos emisarios»
¿Qué hacemos con esa impotencia y todas esas emociones?
Pues en una sociedad individualista como la nuestra, lo que hacemos con ellas es escupirlas, sacaras y proyectarlas fuera. Nos descargamos con quien podemos, buscamos un chivo emisario al que responsabilizar y no por casualidad, las personas que reciben este enfado suelen ser las personas más vulnerables. A escala social, quien cumple estas características es la población joven y las personas sin recursos, en situación de precariedad. Una vez más, quien más difícil lo tiene para sostener la aparente normalidad es quien es acusado de corromperla.
Así, dentro de esa lógica del “sálvese quien pueda”, culpamos y atribuimos toda la responsabilidad a individuos concretos de toda una crisis social, económica y sanitaria, en lugar de ver responsabilidad colectiva ante un problema global.
Por lo tanto, esta pandemia no nos ha hecho más o menos individualistas, sino que simplemente ha sacado a la luz, una vez más, el carácter y los valores individualistas con los que se rige nuestra sociedad y en base a los cuales llevamos años construyendo tanto nuestra manera de relacionarnos como nuestra manera de afrontar las dificultades.
Interconectadas por el problema, conectadas para la solución
Llevamos años recibiendo el mensaje de que tenemos que ser autosuficientes, es decir, tenemos que poder con todo por nosotras mismas y necesitar de los demás es signo de debilidad. Además, tenemos una población educada en la competitividad, la cual nos hace sentirnos valoradas en función de si destacamos por encima del resto. Así mismo, se coloca como uno de los ejes centrales del éxito la abundancia, esto es, tener más que el resto para mostrar mi capacidad y ponerme en valor.
Tener todos estos valores de base nos perjudica como sociedad a muchos niveles, pero más aún a la hora de salir de situaciones de dificultad global como esta, ya que, queramos o no, estamos unidas por el virus.
Esta situación nos recuerda que nos necesitamos para estar bien y actuar en solitario ahora no es una estrategia ni inteligente, ni eficaz. Además, requiere que avancemos todas a la par, puesto que de nada sirve que en mi municipio no haya contagios si los colindantes se encuentran en una situación grave. Por eso, la abundancia de unos pocos no ayuda, sino que la igualdad de recursos es indispensable para asegurar el bienestar y el buen cumplimiento de las medidas sanitarias.
Por todo esto, vemos que estamos interconectadas por el virus, estamos interconectadas por el problema, por lo que necesitamos estar conectadas para la solución también.
Pensamos que si mi vecina es irresponsable me está poniendo en peligro, por ello, lo que los de mi alrededor hagan o dejen de hacer me influye directamente. Es decir, asumimos que tenemos un alto grado de interdependencia las unas sobre las otras, pues bien, si nos podemos influir para empeorar, también nos podemos influir para estar mejor.
Pensar en colectivo
Antes hablábamos de la rabia que proyectamos hacia el resto y lejos de ver la rabia como algo negativo, podemos verla como una emoción muy útil que, según como la gestionemos, nos moviliza. Es decir, en vez de usar esa rabia para culparnos podemos organizar esa rabia para cuidarnos y tejer redes en conjunto que, como hemos dicho antes, nos ayuden a estar mejor.
Es hora de mirar lo que nos une más allá del virus, pensar en colectivo y apoyarnos mutuamente ya que tenemos necesidades compartidas y fortalezas comunes.
Escúchale en esta entrevista en Radio Vitoria
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